Por Victor Serge

Norton Long, un científico político, escribió, “La gente admitirá fácilmente que los gobiernos son organizaciones. Lo inverso —que las organizaciones son gobiernos— es igualmente cierto pero raramente reconocido”. Pero las organizaciones, particularmente las grandes, son como los gobiernos en el sentido de que son fundamentalmente entidades políticas.”

Jeffrey Pfeffer

Una cruda realidad

“Consideremos algunos hechos sobre cómo los empresarios estadounidenses controlan a sus trabajadores. Amazon prohíbe a sus empleados intercambiar comentarios casuales mientras están de servicio, llamando a esto «robo de tiempo». Apple inspecciona las pertenencias personales de sus trabajadores minoristas, algunos de los cuales pierden hasta media hora diaria de tiempo no remunerado mientras hacen fila para ser registrados. Tyson impide a sus trabajadores avícolas ir al baño. Algunos se han visto obligados a orinarse encima mientras sus supervisores se burlan de ellos.

Aproximadamente la mitad de los empleados estadounidenses han sido sometidos a controles de drogas sin sospecha por parte de sus empleadores. Millones son presionados por sus empresas para que apoyen determinadas causas o candidatos políticos. Pronto los empleadores podrán denegar la cobertura anticonceptiva del seguro médico de sus empleados. Ya tienen derecho a penalizar a los trabajadores por no hacer ejercicio o no seguir una dieta, cobrándoles primas de seguro médico más elevadas.”

Así comienza el artículo de la filósofa política Elizabeth Anderson “Cómo los jefes son “literalmente” como dictadores” para Vox, y que usaremos como motivación para este artículo. “Los estadounidenses piensan que viven en una democracia. Pero sus lugares de trabajo son pequeñas tiranías”. Autora de “Gobierno Privado: Cómo nuestros empleadores gobiernan nuestras vidas (y por qué no hablamos de eso”, Anderson invita al público a seguirla en una reflexión amparada en numerosos casos e historia, una reflexión para también denunciar una cruda realidad.

Usualmente asumimos que los “gobiernos” son sólo autoridades estatales. Pero los estados son sólo una de las cuantas formas que tienen los gobiernos. En un sentido amplio, todas las organizaciones tienen un gobierno. Después de todo, “gobierno” viene de una raíz etimológica griega relacionada con la conducción. “Kybernetes” era el conductor (piloto) o capitán de una nave ya en el griego de los antiguos. Quien o quienes gobiernan son quienes llevan el barco, quienes llevan la batuta, quienes cortan el queque. Puede ser el padre de familia en una familia tradicional, o los adultos de la casa. Pueden ser, en el papel al menos, toda la gente en una democracia. O pueden ser los jefes y dueños en una empresa.

Al menos en teoría, se supone que los gobiernos en un contexto democrático son “públicos”. En teoría, esto quiere decir que el gobierno es ante todo el asunto de los gobernados mismos, que el gobierno es transparente ante ellos y que sirve a sus intereses. En teoría, insisto, esto significa que tenemos voz y poder para hacer responsables de sus acciones a los gobernantes o a quienes se les encarga el poder. En inglés esto se expresa diciendo que los gobernantes o las personas en cuestión son “accountable”;  que exista “accountability” significa justamente lo que dice la etimología de la palabra: rendir “cuentas” ante otros.

Alguien “accountable” es de quien se requiere y espera que justifique sus acciones ante otros. En este caso, ante quien se supone es el soberano en una democracia: el pueblo. Hay muchos sentidos en que esto es distorsionado en la práctica. Las enormes riquezas disponibles para comprar políticos y hacer lobby; presión y amenaza de boycott económico; en algunos casos derechamente persecuciones y asesinatos políticos, golpes de estado y otras tácticas sucias con intereses corporativos detrás, además del poder distintivo que tienen las clases sociales más poderosas para organizarse políticamente; temas culturales en la crianza y la educación (donde a algunos los forman para ser líderes y a otros más para adaptarse como subordinados), etc. Pero en teoría se supone que nuestros gobiernos son, y que debemos hacer de ellos, algo nuestro, algo del conjunto del pueblo propiamente organizado. De un pueblo con representación e intelectualidad propia, un pueblo con autonomía.

Ahora bien, y volviendo al tema de las empresas, es claro y como repara en esto también Anderson, no todo gobierno es público. Para ilustrar la idea da el ejemplo del Rey Luis XIV cuando declaró “El estado soy yo”, donde lo que quería decir es que el gobierno es un asunto privado de él, que no se hace responsable (accountable) ante los gobernados, sus súbditos. 

“Al igual que el gobierno de Luis XIV, el típico lugar de trabajo estadounidense se mantiene privado respecto de sus gobernados. Los directivos ocultan a menudo decisiones de interés vital para sus trabajadores. A menudo, ni siquiera avisan con anticipación sobre cierres de empresas y despidos. Son libres de sacrificar la dignidad de los trabajadores dominando y humillando a sus subordinados. La mayor parte del acoso de los empresarios a los trabajadores es perfectamente legal, siempre que los jefes lo apliquen en igualdad de oportunidades. (Los directivos de Walmart y Amazon son famosos por reñir y menospreciar a sus trabajadores). Y los trabajadores no tienen prácticamente ningún poder para responsabilizar a sus jefes de tales abusos: No pueden despedirlos ni demandarlos por malos tratos, salvo en un número muy limitado de casos, la mayoría relacionados con la discriminación.”

Para hacerlo peor, hay investigadores sugiriendo que los ritmos de trabajo y los estilos de vida asociados al trabajo están generando una crisis de salud de proporciones. El ritmo usual de trabajo literalmente podría estar matando a las personas. Esto puede parecer exagerado, pero la sutil manera en que las jornadas y estilos de trabajo dañan a las personas pasan desapercibidas aunque tengan grandes efectos. Según Jeffrey Pfeffer para Stanford Business, hay mucha literatura epidemiológica que vincula, por un lado, enfermedades como diabetes, enfermedad cardiovascular y síndrome metabólico al estrés, y el estrés al espacio de trabajo por otro.

¿Por qué están los trabajadores en esta situación, sujetos al gobierno privado de las empresas? Al preguntarse esto, la autora da una respuesta clara directa: simplemente es la legalidad vigente y la autoridad de facto de los poderosos.

Un antiguo sueño liberal más bien igualitario

Anderson nos invita a prender la ampolleta y darnos cuenta de la cruda realidad del poder que pueden llegar a tener nuestros empleadores. Nos invita a recapitular nuestra propia historia con el tema (además de algunas medidas que podemos tomar, dentro del mismo capitalismo incluso, para subsanar hasta cierto punto esta situación). Además de los ya comentados, da cuenta de otros numerosos casos de abusos de poder institucionalizados o de facto incontrolables por parte de empleadores arbitrarios. Estos incluyen en el peor de los casos derechamente presion política por parte de los empleadores, y control descarado de asuntos de su vida privada.

El discurso público dominante, en EEUU y en Chile, nos dice, como repara Anderson, que vivimos en un arreglo libre de intercambio donde los trabajadores entran por voluntad propia en los contratos donde quedan subordinados. Pero según Anderson muchos proponentes tempranos del libre mercado no verían con buenos ojos lo que tenemos ahora. Hace siglos, el contexto de los abusos y la explotación de los grandes hacendados aristocráticos, arreglos monopólicos y autoritarismo político, los proponentes del libre mercado a menudo eran llamados despectivamente “Levellers” (o “niveladores”) porque lo que buscaban era nivelar la sociedad en términos de acceso al poder y la riqueza. Creían en la ampliación de posibilidades para el intercambio entre personas independientes, y a menudo en una sociedad del futuro de pequeños propietarios libres y políticamente iguales. Entre ellos, Anderson destaca a Thomas Paine, Adam Smith y Abraham Lincoln. 

El economista Yanis Varoufakis insiste en su “Fundamentos de la Economía”, que Adam Smith (como también se repara por parte de otros investigadores) fue en su etapa madura más bien igualitarista, y que detrás de su visión de la famosa “mano invisible” habían dos cosas usualmente no comentadas por quienes lo toman desde la derecha: 1) un pesimismo sobre la calidad moral de, particularmente, empresarios y personas ricas arribistas y demasiado centradas en sí mismas y en su propia codicia, y de motivar a las personas a actuar de la mejor manera para el bien público sin apelar a su propio interés individual, 2) un optimismo sobre el mecanismo de mercado en nivelar socialmente a las personas.

En el ideal de Smith, el mecanismo de la competencia a la larga hace que los precios sigan bajando hasta acercarse progresivamente a los costos. El resultado, de haber suficiente competencia, es que los empresarios no pueden aspirar a un gran margen de ganancia y las personas pueden pagar lo que necesitan para vivir. Smith estaba primordialmente preocupado de la superación de la pobreza y de que las sociedades en su conjunto salieran adelante, además de expresar preocupaciones por la integración moral de las sociedades y la importancia en esto de instituciones como la educación pública. Muchos liberales tempranos tenían una visión ambiciosa en términos de superación social para las sociedades modernas. Pero, como nos comenta Anderson, las cosas resultaron un tanto distintas:

“Sin embargo, la Revolución Industrial, ya muy avanzada en la época de Lincoln [que compartía un sueño similar de autonomía para los pueblos], acabó echando por tierra las esperanzas de unir los mercados libres con el trabajo independiente en una sociedad de iguales. La predicción de Smith (…) fue derrotada por las tecnologías industriales que requerían acumulaciones masivas de capital. (…)

La visión libertaria de Smith-Paine-Lincoln se volvió en gran medida irrelevante por la industrialización, que creó un nuevo modelo de trabajo asalariado, en el que las grandes empresas ocuparon el lugar de los grandes terratenientes. Sin embargo, extrañamente, muchas personas persisten en utilizar la retórica de Smith y Paine para describir el mundo en que vivimos hoy. Se nos dice que nuestra elección está entre el libre mercado y el control estatal – pero la mayoría de los adultos viven su vida laboral bajo una tercera cosa totalmente distinta: el gobierno privado. Los libertarios y sus compañeros de viaje pro-empresariales han trasladado ciegamente a la economía moderna una visión de lo que los igualitarios esperaban de la sociedad de mercado antes de la Revolución Industrial: un mundo sin gobierno privado en el lugar de trabajo, con los productores interactuando únicamente a través de los mercados y el Estado.”

¿Qué hacer?

En cuanto a cómo abordar esto en positivo, Anderson resalta la importancia de darle más poder a los trabajadores y proteger sus derechos. Tanto en cosas como la capacidad de sindicalización como la validación de los derechos constitucionales de los trabajadores dentro del espacio de trabajo (tales como como la libertad de expresión y de asociación, a la que usualmente se renuncia en el tiempo de trabajo). Propone también la co-gestión de los espacios de trabajo en colaboración con las organizaciones de trabajadores, entre otras medidas (por ejemplo, para no prohibir o entorpecer la recontratación dentro de la misma industria al perder el trabajo en una empresa). Sea cual sea el abordaje al asunto, Anderson nos invita a cuestionar el dogma cotidiano que impide pensar críticamente nuestro entorno sin ser acusados de comunistas come guaguas. 

¿Nuevos ideales socialistas?

Muchos no considerarán necesario ni deseable pensar en poner esto a nivel de cuestionar el capitalismo. Otros sí. Muchos de estos males han sido diagnosticados como difíciles o imposibles de evitar dentro del capitalismo, incluyendo la perpetuación de la pobreza y dinámicas de dominación tradicionales y de nuevo tipo. Otros objetan que el capitalismo puede ser reformado o domesticado (hasta cierto punto al menos) y otros tantos que el capitalismo no ha sido practicado de buena manera para que dé sus mejores frutos. A menudo no se ven alternativas a este arreglo o se lo considera justo o natural; después de todo, el dueño es dueño de su propiedad y tiene derecho a que se la maneje de acuerdo a su voluntad. Es difícil plantear siquiera una alternativa clara y justa a esto, y es difícil siquiera plantear bien los términos básicos del debate sin generar controversias y faltas de comprensión mutuas que son, a la larga, muy difíciles o imposibles de reconciliar del todo. Es relativamente común incluso reconocer que el capitalismo es terrible, pero que no hay alternativa y que sin él estaríamos mucho peor. El tema es complicado, sin duda en realidad es un tremendo cacho para la humanidad, un tremendo dolor de cabeza y motivo de disputas que llegan a la descalificación y hasta la injuria, la calumnia y veces a la violencia física directa entre participantes. 

Hay razones para pensar, en base a evidencia y consideraciones técnicas y científicas, que hay alternativas democráticas viables al capitalismo que vale la pena al menos discutir. A pesar de los errores y crímenes de grupos socialistas en el pasado y el presente, muchas experiencias concretas, testimonios y literatura especializada apuntan a la posibilidad de distintas alternativas al capitalismo. Entre ellas figuran propuestas como la economía participativa, el socialismo de mercado, y nuevas formas de planificación computacional. El futuro de estas propuestas de diseño institucional y su capacidad de profundizar los principios democráticos o el bienestar de los pueblos es algo que sigue abierto para discusión y experimentación. La sola experiencia de enormes y exitosos arreglos de cooperativas de trabajadores u otras prácticas como el comercio justo testifican que las personas pueden organizarse de otra manera. Los desafíos como la pobreza, la violencia y el cambio climático ameritan la consideración de otras formas de vida. 

Por supuesto, no todos los espacios de trabajo son pesadillas autoritarias y dolorosas. Hay una minoría de personas que sí disfruta su trabajo, aunque la mayoría no. Muchos lo toleran bastante bien, y tantos otros argumentarían que de otra manera estarían mucho peor. Otros resaltarán los progresos que ha traído el capitalismo y que ninguna alternativa ha podido igualar. Otros dirán que los humanos son esencialmente egoístas y que no hay opción (aunque esto, me parece, no resiste una evaluación científica rigurosa).  Dar una respuesta puede ser un tanto complicado, aunque algunas ideas y experiencias lo pueden hacer más simple. La humanidad tendrá que lidiar con este entuerto y buscar caminos para andar.