Por Margarita Labarca Goddard

La “honrosa medianía” fue una frase famosa pronunciada por Benito Juárez, un indio zapoteco que llegó a ser presidente de México en el siglo XIX. Ganó una guerra contra los invasores franceses y, entre otras cosas, mandó fusilar a Maximiliano de Habsburgo, príncipe europeo que se había proclamado emperador del país azteca. Ya ven, por acá no se andan con chicas.

Pero no es de México de lo que quiero hablar ahora, sino de la honrosa medianía, de la modestia con que vivíamos en los años 50, 60 y en tiempos del presidente Salvador Allende. Me refiero a lo que en ese tiempo se llamaba clase media: profesionales, funcionarios públicos o industriales y comerciantes medianos, una clase media bastante reducida.

En esa época, la gente de Izquierda no ambicionaba tener dinero. ¿Para qué, si estábamos haciendo cosas mucho más importantes? Estábamos construyendo un mundo, ¿A quién le iba a interesar la plata? No es que despreciáramos a los ricos, simplemente el dinero no se nos pasaba por la mente. Habría sido como si al Gran Arquitecto del Universo, que supongo que lo construyó sin cobrar nada, le hubieran ofrecido una millonada para ir a construir una mansión en Las Condes.

Por lo demás, era en general una época más sobria, más austera. Tener dinero era mal visto, y hacer ostentación de él todavía peor, una demostración de mal gusto, de vulgaridad, de cursilería bochornosa. Para qué decir los políticos, que si alguno tenía su platita, trataba de ocultarla porque si se sabía, eso perjudicaría su carrera. No digo que no hubiera sinvergüenzas, incluso en la política, pero eran la excepción y no eran gente de Izquierda.

Las mujeres no competíamos en elegancia, al contrario, la ropa se reciclaba y se aprovechaba hasta la última hilacha. Las costureras caseras eran más baratas que comprar la ropa en una tienda, y había gente que les tomaba los puntos a las medias, de manera que éstas se podían arreglar y usar muchas veces más. Y si ya no nos quedaban medias, nos pintábamos una raya en la pantorrilla -porque las medias tenían atrás la raya de la costura- y así nos íbamos arreglando.

Nadie tenía casa con piscina, con lo cual se evitaban muchas infecciones y contagios. Los médicos iban a domicilio, cobraban barato y eran buenísimos. No necesitaban exámenes de laboratorio: te miraban la lengua, te tocaban la panza, te examinaban el ojo y hacían un diagnóstico impecable.

Poca gente tenía auto, se usaban las micros o góndolas y se caminaba mucho a pie y así se evitaban infartos, artritis, várices y un montón de otras enfermedades. Había pocos obesos; los niños iban a escuelas públicas que eran excelentes y después a universidades públicas que eran gratuitas y las mejores de América.

El doctor Salvador Allende vivía en una casa pareada en la calle Guardia Vieja. Por razones de seguridad, cuando fue presidente se tuvo que mudar a una casa arrendada en Tomás Moro, pero nada más. Por cierto, por si se les ha olvidado, les diré que los aviones de la FACH, antes de bombardear La Moneda bombardearon la casa de Tomás Moro. La señora Tencha se salvó por un pelo, porque los integrantes del GAP la sacaron de allí rápidamente. Y vean la diferencia moral entre nuestro querido y respetado presidente y los milicos traidores: a Allende ni siquiera se le había ocurrido que podrían bombardear su casa familiar, y les dijo a sus hijas que se fueran a Tomás Moro donde estaba su mamá. Por suerte Isabel y Tati se enteraron a tiempo.

Sigo con mi cuento. En tiempos de la Unidad Popular, los funcionarios públicos, de ministro para abajo, vivíamos en esa honrosa medianía de que habló Juárez, sin siquiera proponérnoslo, sino porque era lo natural.

Para hacer política se necesitaba dinero, pero ni cerca del que se necesita ahora. Desde luego, el número de habitantes de Chile era mucho menor que el actual. Con alguna gimnasia bancaria y sin comprometerse mayormente, se lograba lo mínimo. Lo demás eran aportes de los disciplinados militantes. En las campañas de Allende nosotros mismos hacíamos los afiches a mano y luego los íbamos a pegar a la calle.

En los años cincuenta y todavía en los sesenta, los pololeos eran eso, solamente pololeos “de manito sudada”, aunque siempre hay excepciones que confirman la regla. Los jóvenes se iban de farra con los amigos, frecuentaban a las coristas del Bim-Bam-Bum y otros lugares peores. Pero cuando tenían que enfrentarse a una niña “decente”, hijita de familia, les temblaban las cañuelas.

No había los juguetes electrónicos que hay ahora para los niños. Estos transformaban las escobas en caballos voladores y convivían con los indios del Far West en chozas construidas con los cajones de la cómoda o con un par de cajas de cartón, llegaban volando al Polo Norte y se encontraban con los esquimales en unos iglús gélidos, hechos con sábanas blancas y tres almohadas.

Los chicos no iban casi nunca al cine y no veían televisión porque no había. Leían  El Peneca y con eso se entretenían a morir. En suma, los juguetes eran baratísimos y los niños, súper creativos y no se aburrían jamás.

En México, a donde llegamos del exilio, algunos de nuestros compañeros de trabajo no podían convencerse de que no tuviéramos dinero. Que hubiéramos sido funcionarios del gobierno de Salvador Allende y no escondiéramos plata les resultaba inconcebible. Me acuerdo que uno de ellos me dijo una vez: “Margarita, ya ha pasado más de un año, saca la lana (la plata), pues”. Trabajo nos costó que entendieran que no traíamos ni un centavo partido por la mitad. También esto formó parte del respeto y admiración que sienten todos los mexicanos por Salvador Allende y su gente.

Soquimich, la misma empresa que fue de  propiedad de Julio Ponce Lerou, uno de los hombres más ricos de Chile porque Pinochet se la vendió a huevo, se nacionalizó en tiempos de Allende.

Sobre el particular, Miguel Labarca, mi padre, escribió lo siguiente: “La nacionalización del salitre fue objeto de arduas negociaciones, en que el gerente general de la Corfo, Darío Pavez, y yo defendimos los intereses de Chile como fieras a pesar de lo difícil de nuestra situación (…) En mayo de 1972 llegamos finalmente a un acuerdo con el grupo norteamericano (…) La industria del salitre se salvó y pudo seguir funcionando gracias a la política del régimen de Allende”.

Miguel Labarca fue nombrado por el presidente como gerente general de Soquimich. Ahora bien, a pesar de haber ostentado ese alto cargo, mis padres pasaron su exilio en Francia, en una extrema modestia. Mi papá trabajó acarreando libros en una biblioteca municipal, habitaban en un departamento prestado de 35 metros cuadrados e iban a buscar la comida a las ollas comunes que establecían los municipios franceses. Sus hijos no podíamos ayudarlos porque todos estábamos exiliados en diferentes situaciones precarias.

No obstante lo doloroso que fue aquello para nosotros, yo no dejo de sentirme profundamente orgullosa de la pobreza en que vivieron mis padres, que es un símbolo de la honestidad y probidad de los funcionarios del gobierno de la Unidad Popular.

Termino confesando que todavía me resulta difícil calificar la política del nuevo gobierno, que tiene sus pros y sus contras. Desde luego, hay  gente muy valiosa que lo apoya y otros no tan valiosos. Pero irse a vivir al barrio Yungay es un gesto que hay que reconocer y quizás constituya un ejemplo ético importante: es como volver a la honrosa medianía del Chile de antaño.