Por Victor Serge

Vamos a reseñar algunas reflexiones sobre el poder que puede tener el lenguaje y la cultura del odio en el destino de nuestras vidas; en particular, el potencial del discurso de odio para promover, impulsar y hacer más probable que ocurran hechos violentos contra grupos y personas. Vamos, además, aplicarlo al caso chileno, a nuestra dolorosa y siempre presente historia. El propósito no es revolcarse en historias pasadas porque sí, sino para iluminar lo que somos y nuestras posibilidades reales. A veces se dan por sentado los progresos civilizatorios o los períodos de relativa paz y se le dedica poca mente a los problemas y peligros que amenazan aún hoy día. Las amenazas de proyectos autoritarios o ultraderchistas y neofascistas parecían cosa pasada para muchos hasta que en pocos años se vienen a enterar de la renovada presencia ultraderechista en Europa y América, con los herederos de Mussolini nuevamente en las oficinas de gobierno en Italia y varios de sus pares europeos bajo influencias similares.

Vamos a reseñar, para dar una idea, la reflexión del filósofo de orientación científica, Neil Van Leeuwen (quien se dedica a temas de filosofía de la mente como el tema de las creencias, la imaginación, el auto-engaño y la creencia religiosa). Neil nos da un argumento claro para abordar las complejidades del asunto a la vez que nos muestra lo difícil que es marcar límites del todo claros en el tema. Y lo hace a su vez, en el blog del programa de radio estadounidense Philosophy Talk, comentando la conversación de Lynne Tirrell y Ken Taylor (QEPD) sobre el tema. Lynne trabaja investigaciones sobre la naturaleza del lenguaje y temas sociales y políticos, en particular, la manera en que los discursos y formas de expresarse dan forma o contribuyen a procesos de justicia o injusticia, de mejora o deterioro de los derechos humanos.

Discurso letal

Y bien, ¿Se puede matar con el discurso? Hay dos formas obvias, aunque por lo mismo no tan interesantes, en que se puede matar con palabras. Una es dando órdenes efectivas para matar. Por ejemplo, un jefe de la mafia, o alguien capaz de contratar sicarios o desplegar a sus matones para esos efectos. O ser “sapo” de una persona o grupo con intención asesina, sabiéndolo (o sea, como cómplice). Pero, ¿Qué hay de otra clase de discursos? Por ejemplo, los llamados a la violencia contra ciertas etnias, culturas o grupos políticos, o las expresiones odiosas y deshumanizantes para referirse a ciertas personas y grupos, como “cucarachas”, “ratas”, “plaga”.

¿Pueden estas expresiones tener fuerza letal? No es obvio que la respuesta sea “sí”. Pero se puede hacer un caso a favor de la idea, como se discute en el programa con Lynne Tirell y el anfitrión, Ken Taylor (RIP), considerando casos como la Alemania Nazi y el Holocausto (el asesinato masivo de judíos y, paralelamente, de otros grupos étnicos y políticos), o el caso de la “limpieza étnica” (matanzas étnicas) en Ruanda de 1994.    

“Der Stürmer, por ejemplo, era una publicación antisemita ampliamente leída que se publicó en Alemania desde 1923 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial; sus páginas estaban llenas de calumnias, caricaturas y llamados a la exterminación de los judíos, lo que facilitó indudablemente el Holocausto. En Ruanda, el medio de discurso de odio más prominente durante el genocidio fue la estación de radio privada Radio Televisión Libre des Milles Collines (RTLM), que regularmente llamaba a una «guerra final» para «exterminar a las cucarachas», es decir, los tutsis [pueblo africano minoritario en Ruanda y Burundi]. Y como señalaría el colaborador de Philosophy Talk, David Livingstone Smith, este lenguaje de deshumanización elimina la resistencia psicológica y incluso motiva a las matanzas masivas.» 

Los defensores más acérrimos de la libertad de expresión, comprensiblemente, insistirán en que los responsables de un asesinato son los asesinos mismos, no quiénes estén simplemente diciendo cosas odiosas, por horrendas que sean. Los asesinos son libres y responsables y no están bajo coacción alguna por parte del propagandista. Pero Neil se propone mostrar una verdad incómoda más complicada. Mediante un ejemplo que sirve como una suerte de “experimento mental”, se propone mostrar que hay un continuo entre los casos obvios donde el discurso puede matar (por dar órdenes directas o ser “sapo”), y los casos donde alguien no es culpable de ninguna muerte por el mero hecho de haber dicho cosas odiosas contra alguien o contra un grupo. Para ilustrar este continuo nos propone pensar en seis escenarios:

  1. Considérese un robot armado con un cuchillo, y que el robot tiene tecnología para reconocer discursos. Si uno le dice al robot, o frente a él, “Mata a [X PERSONA]”, el robot está configurado para buscar a la persona y matarla. Si le dices eso al robot y sabes que hará eso, obviamente serás responsable de la muerte de alguien.
  2. Considérese a una persona con un robot similar, pero donde el robot no solo reconoce ahora órdenes sino también reacciona a otros juicios. Por ejemplo, si dices cosas como “[X PERSONA] es una cucaracha”, el robot va y la mata. Obviamente, si dices las palabras y sabes que el robot actúa así y consagra su crimen, entonces eres un asesino.
  3. Considérese un robot similar pero ahora el robot es “probabilístico”. Todos estamos familiarizados con la idea más básica de la probabilidad, que cualquier cosa puede ocurrir con una probabilidad entre 0% o 100%, donde 0% es imposible y 100% es inevitable. Ahora imagínense que si se le dicen las palabras “[X PERSONA] es una cucaracha”, el robot tiene 35% de probabilidades de reaccionar de manera asesina hacia esa persona. Es claro que si dices las palabras sabiendo que el robot puede reaccionar así, y el robot reacciona y mata, entonces eres responsable de la muerte de alguien. ¿Pero qué pasa ei el robot no llega a reaccionar, o si la probabilidad no es 35% sino 1%, o 0.1%?
  4. Considérese a una persona que ahora tiene un buen montón de robots armados con cuchillos (la volaíta) pero que ahora está programado para reconocer también nombres de grupos sociales o etnias y culturas, nombres para grupos enteros. De modo que si le dices al robot “[NOMBRE DE UNA ETNIA] son unas cucarachas” aumentas la probabilidad de que la máquina vaya y atente contra una persona de esa etnia o grupo. Aquí, similarmente, terminas siendo responsable si la máquina mata y tú sabes cómo funciona. No te puedes desentender del finado que resulte.
  5. Ahora reemplaza a los robots por personas y la reacción de los robots por la motivación acrecentada de matar que puedan tener estas personas si dices, frente a ellas, cosas horribles y deshumanizantes de un grupo social o etnia. Por ejemplo, decir que los hombres negros son violadores como se solía decir antiguamente en EEUU como parte del discurso de odio racista, o las fantasías horrorosas que tenían los nazis sobre los judíos (que ante sus ojos llegaron a ser incluso fuerzas cósmicas malévolas que corrompen la sociedad y el mundo entero).
  6. Ahora ponte en un escenario donde ninguna persona en particular, con sus palabras odiosas, aumenta la probabilidad de que alguien mate a alguien. Pero donde las voces de grupo, cuando se amplifican lo suficidente, sí tienen este potencial. Una persona racista, en una sociedad sin predisposición al racismo y a la violencia, probablemente no pesa nada. Pero en un contexto de conflictos étnicos y con muchas voces diciendo cosas odiosas y racistas… ya es otra cosa.

El argumento de Neil es que hay un continuo gradual claro entre el escenario 1 y el 6, donde el 6 se parece mucho al de la Alemania Nazi, el genocidio en Ruanda o, podríamos agregar, la persecusión y exterminio de grupos de izquierda durante la dictadura militar en Chile. Su punto también es, sin embargo, que es muy difícil o imposible trazar una línea clara para marcar cuándo el discurso odioso es letal (o tiene potencia letal).

Chile y el «cáncer marxista»

Similarmente a los procesos de Alemania y Ruanda, en los años anteriores a la persecución y exterminio se vió en Chile un difundido discurso odioso y de calumnia contra grupos de izquierda. Que “los comunistas comen guaguas” es algo que hoy hasta los jóvenes tiran como talla. Pero era algo que algunas personas, quizás cuántas, creían en serio. Imagínate una persona de clases profesionales acomodadas o una persona cuica que la crían con un discurso de miedo y odio hacia los “rotos alzados”, hacia los pobres y los trabajadores contestatarios y contra los revolucionarios. Que van a destruir todo lo bueno y lo bello, que la civilización se va a acabar, que el cielo se va a caer a pedazos, poco menos, si los dejamos avanzar. En un contexto así, imagina que esa persona entre al ejército en los ‘70 y que el conflicto social se vuelve más agudo; el miedo crece, el odio crece. 

“El cáncer marxista” era una expresión ampliamente usada y que el mismo gobierno golpista difundía. Recordemos que el cáncer es una enfermedad terrible que, por una falla grave en el sistema de reproducción celular, produce incluso las peores aberraciones corporales y los dolores y malestares mas tortuosos, destruyendo al organismo hasta incluso matarlo. Lo que nos querían decir con esa expresión es, entonces, podemos entender, que el marxismo, que la izquierda corroe, destruye el cuerpo social y amenaza con matarlo. Naturalmente, cualquier escenario con discursos e ideas así parece ser un caldo de cultivo para la violencia extrema.

Libertad de expresión y discurso de odio

Algunos se arrojarán a pensar que dado esto, el discurso de odio debe ser perseguido y criminalizado (como en Alemania es, esperablemente, el discurso nazi). Otros, razonablemente también, objetarán que es peligroso darle poder al Estado para censurar y determinar qué es discurso de odio y qué debe censurarse o permitirse. Es, después de todo, un arma de doble filo. Lo que sí queda claro, sin embargo, es que ciertos discursos no son inocentes y las bocas de muchos están, proverbial pero muy realmente, manchadas de sangre.

Fuentes e información relevante (las fuentes en inglés son traducibles mediante www.deepl.com o http://chat.openai.com