Imagen: Fundación VÃctor Jara (Fuente)
Por Joan Jara
Me llevó meses e incluso años ir atando cabos hasta reconstruir parte de lo que le ocurrió a VÃctor durante la semana en que para mà estuvo «desaparecido». Muchas personas ni siquiera podÃan expresar lo que habÃan vivido, tenÃan miedo de prestar testimonio, no soportaban los recuerdos. Sometida a presiones y sufrimientos tan espantosos, la gente perdió el sentido del tiempo e incluso del dÃa de la semana en que se produjeron los hechos. Pero gradualmente, recogiendo el testimonio de refugiados chilenos en el exilio que compartieron vicisitudes con VÃctor y estuvieron con él en determinados momentos, he logrado reconstruir más o menos lo que soportó mientras yo lo esperaba en casa.
Cuando la mañana del 11 de septiembre llegó a la Plaza Italia, VÃctor se enteró de que el centro de Santiago estaba acordonado por los militares, por lo que giró hacia el sur por Vicuña Mackena y luego en dirección este por la Avenida Matta, dando un amplio rodeo para llegar al campus de la Universidad Técnica, situado al otro lado de la ciudad. Vio movimiento de tanques y tropas y oyó disparos y explosiones pero logró pasar. Cuando llegó al Departamento de Comunicaciones, se enteró de que a primera hora de la mañana la radio de la universidad habÃa sido tomada y desconectada por un contingente de hombres armados de la cercana emisora naval de la Quinta Normal. Debió de llegar a la misma hora en que estaban bombardeando el Palacio de la Moneda. Desde los edificios universitarios era posible ver los reactores Hawker Hunter y oÃr los proyectiles que estallaban al caer sobre La Moneda, donde Allende resistÃa, ver el humo que se elevaba de las ruinas del edificio que se consumÃa en el incendio. Después, VÃctor, inquieto por nosotras, esperó su turno en una larga cola para llamarme por teléfono.
Aquella mañana habÃa cerca de seiscientos alumnos y profesores en la Universidad Técnica. El presidente Allende tendrÃa que haber pronunciado allà un importante discurso para anunciar su decisión de celebrar un plebiscito nacional a fin de resolver por medios democráticos el conflicto que amenazaba al paÃs.
Puesto que los primeros mandos militares aseguraban que quienes andaran por las calles se exponÃan a ser abatidos por los disparos y que desde las primeras horas de la tarde entrarÃa en vigor el toque de queda, el doctor Enrique Kirberg -Rector de la universidad-, negoció con los militares la autorización para que los encerrados en el edificio permanecieran allà toda la noche, por su propia seguridad, hasta que a la mañana siguiente se levantara el toque de queda. Eso fue lo acordado y se dieron órdenes para que todos permanecieran en el interior de los edificios de la universidad. Probablemente fue entonces cuando VÃctor me telefoneó por segunda vez. No me dijo que el campus estaba rodeado de tanques y soldados.
Me han contado que durante las largas horas de la noche, mientras escuchaban las explosiones y el pesado fuego de ametralladoras que retumbaba por todo el barrio, VÃctor intentó elevar la moral de los que lo rodeaban. Cantó y los hizo cantar con él. No tenÃan armas con que defenderse. Después VÃctor intentó dormir un rato en la sala de profesores del viejo edificio de la Escuela de Artes y Oficios.
El tableteo de las ametralladoras se prolongó durante toda la noche. Algunas personas que intentaron salir de la universidad al amparo de la oscuridad fueron abatidas en el acto, pero el ataque en serio comenzó a primeras horas de la mañana siguiente, cuando los tanques dispararon sus cañones pesados contra los edificios, dañando la estructura de algunos, haciendo trizas las ventanas y destruyendo laboratorios, equipos, libros. No hubo disparos de respuesta, pues en el recinto no habÃa armas.
Una vez que los tanques entraron en el recinto universitario, los soldados procedieron a reunir a todos, incluido el Rector, en un amplio patio que normalmente se utilizaba para practicar deportes. Obligaron a todos a echarse al suelo, con las manos en la nuca, golpeándolos con las culatas de los fusiles y dándoles de patadas. VÃctor estaba con los demás y tal vez fue al salir del edificio cuando se quitó de encima el carnet de identidad, con la esperanza de que no lo reconocieran.
Luego de permanecer más de una hora en aquella posición, los hicieron formar en fila india y correr, con las manos siempre en la nuca, hasta el Estadio de Chile, situado a seis manzanas de distancia. Por el camino los sometieron a insultos, patadas y golpes.
Cuando estaban formados a la puerta del estadio, VÃctor fue reconocido por uno de los suboficiales. «Tú eres ese maldito cantante, ¿no?», dijo, al tiempo que golpeaba a VÃctor en la cabeza, derribándole, y a continuación pateándole el vientre y las costillas. VÃctor fue separado del contingente mientras entraban en el edificio y destinado a una tribuna especial, reservada para detenidos «importantes o peligrosos». Los amigos que lo vieron desde lejos recuerdan la amplia sonrisa que les dirigió en medio del horror que estaban viviendo, una amplia sonrisa a pesar de que tenÃa la cara ensangrentada y una herida en la cabeza. Más tarde lo vieron ovillarse en los asientos, con las manos apretadas bajo las axilas, para protegerse del frÃo.
Es evidente que en algún momento de la mañana siguiente VÃctor decidió tratar de abandonar su posición aislada y unirse a los otros presos. Otro testigo que aguardaba en el pasillo vio la siguiente escena: cuando VÃctor empujó las puertas de vaivén para salir al pasillo, casi chocó con un oficial del ejército que parecÃa ser el segundo jefe del estadio. El militar habÃa estado muy ocupado gritando órdenes por el micrófono y profiriendo amenazas. Era un hombre alto, rubio, bastante buen mozo y evidentemente disfrutaba con el papel que le habÃan asignado: se pavoneaba de un lado a otro. Algunos detenidos ya le habÃan apodado «El PrÃncipe».
En el momento que VÃctor casi tropezó con él, el oficial dio muestras de reconocerle, sonrió irónicamente, imitó el acto o de tocar la guitarra, rió y a continuación le pasó rápidamente el dedo por el cuello. VÃctor permaneció sereno e hizo algún gesto de respuesta, pero el oficial gritó: «¿Qué hace aquà este hijo de puta?» Llamó a los guardias que le acompañaban y añadió: «No permitan que se mueva de aquÃ. Éste me lo reservo.»
Después VÃctor fue trasladado al sótano, donde se le ve fugazmente en un pasillo, el mismo en que con tanta frecuencia se habÃa preparado para cantar, ahora cubierto de sangre y tumbado en un suelo cubierto de orina y excrementos.
Por la noche le devolvieron a la parte principal del estadio y le dejaron con los demás presos. Apenas podÃa caminar, tenÃa la cara y la cabeza ensangrentadas y amoratadas, al parecer le habÃan roto una costilla y le dolÃa el vientre, donde le habÃan pateado. Los amigos le limpiaron la cara y procuraron que estuviera cómodo. Uno de ellos tenÃa un frasco pequeño de mermelada y algunas galletas. Los compartieron entre tres o cuatro, cogiendo la mermelada con los dedos y chupándoselos hasta que no quedó vestigio alguno.
Al dÃa siguiente, viernes 14 de septiembre, los presos fueron divididos en grupos de alrededor de doscientos, preparándolos para trasladarlos al Estadio Nacional. Fue en ese momento cuando VÃctor, ligeramente recuperado, preguntó a sus amigos si alguien tenÃa lápiz y papel, y comenzó a escribir su último poema.
Algunos de los hechos más horrorosos del golpe militar ocurrieron en el Estadio Chile durante aquellos primeros dÃas, antes de que fuera visitado por la Cruz Roja, AmnistÃa Internacional y representantes de embajadas extranjeras. A pesar de los recursos legales y de peticiones de información realizadas por abogados, no he logrado averiguar el nombre de los oficiales que estuvieron al mando del Estadio Chile.
Durante dÃas mantuvieron en esas condiciones a miles de prisioneros, prácticamente sin alimentos ni agua; les apuntaban constantemente con focos cegadores, hasta el punto de que perdieron toda noción del tiempo e incluso del dÃa y de la noche; montaron ametralladoras alrededor de todo el estadio y las disparaban intermitentemente contra el techo o sobre la cabeza de los prisioneros; lanzaban órdenes y amenazas por los altavoces; el jefe era un hombre corpulento y sólo divisaron su silueta cuando advirtió que habÃan apodado «sierras de Hitler» a las ametralladoras porque podÃan partir a un hombre por la mitad… y lo harÃan si era necesario. Llamaban a los prisioneros de uno en uno y les hacÃan desplazarse de una parte a otra del estadio; era imposible descansar. La gente era golpeada con látigos despiadadamente y a culatazos. Un hombre que ya no pudo soportarlo más, se lanzó al vacÃo desde lo alto y encontró la muerte entre los prisioneros que estaban abajo. Otros sufrieron ataques de locura y fueron abatidos a balazos a la vista de todos. VÃctor garabateaba a toda prisa e intentaba registrar parte del horror al que se estaba dando rienda suelta en Chile, a fin de que el mundo lo supiera. Sólo podÃa prestar testimonio de su «pequeño rincón de la ciudad», donde estaban presas cinco mil personas, e imaginar lo que debÃa estar ocurriendo en el resto del paÃs. Seguramente comprendió el monstruoso nivel de la operación militar, la precisión con que habÃa sido preparada.
En las últimas horas de su vida, las raÃces profundas de su infancia campesina lo llevaron a ver en los militares a «matronas» cuya llegada era la señal de los gritos del parto, lo que de niño le habÃa parecido un sufrimiento insoportable. Ahora esas visiones se confundÃan con la tortura y la sádica sonrisa de «El PrÃncipe». Pero hasta en ese momento VÃctor abrigaba esperanzas respecto al futuro, confianza en que a largo plazo el pueblo serÃa más fuerte que las bombas y las metralletas… y al llegar a los últimos versos -«¡Canto qué mal me sales/cuando tengo que cantar espanto!»-, para los cuales ya tenÃa la música en su interior, lo interrumpieron. Un grupo de guardias fue a buscarlo y lo separó de los que estaban a punto de ser trasladados al Estadio Nacional. Le pasó de prisa el papelito a un compañero sentado a su lado y éste, a su vez, lo escondió en el calcetÃn mientras se lo llevaban. Cada uno de los amigos intentó aprenderse de memoria el poema a medida que era escrito, para sacarlo consigo del estadio. No volvieron a ver a VÃctor.
A pesar de que muchos fueron trasladados a otros campos de prisioneros, el Estadio Chile seguÃa lleno a tope pues constantemente llegaban nuevos contingentes de detenidos, tanto hombres como mujeres.
Cuento con otros dos atisbos fugaces de VÃctor en el estadio, dos testimonios más; un mensaje para mà transmitido por alguien que estuvo a su lado algunas horas en los camarines -convertidos en sala de tortura-, un mensaje de amor hacia sus hijas y hacia mÃ. Luego fue, una vez más, insultado y golpeado, en público; al borde de la histeria y perdido el dominio de sÃ, el oficial apodado «El PrÃncipe» le gritó; «¡Canta ahora si puedes, hijo de puta!». Después de cuatro dÃas de sufrimiento, la voz de VÃctor sonó en el estadio para cantar un verso de «Venceremos», el himno de la Unidad Popular. A continuación fue golpeado y evacuado a rastras para someterlo a la última etapa de su agonÃa.
El estadio de boxeo se encuentra a pocos metros de la principal lÃnea ferroviaria del Sur, que, al salir de Santiago, atraviesa el barrio obrero de San Miguel, siguiendo la tapia que limita con el cementerio metropolitano. Fue allà donde a primeras horas de la mañana del domingo 16 de septiembre, los habitantes de la población encontraron seis cadáveres que yacÃan en ordenada fila. Todos presentaban espantosas heridas y habÃan sido baleados con metralletas. Observaron los rostros intentando reconocer los cadáveres y súbitamente una de las mujeres exclamó; «¡Éste es VÃctor Jara!» Era un rostro conocido y querido por ellos. Una de las mujeres incluso habÃa tratado personalmente a VÃctor, pues cuando él visitó la población para cantar, ella le invitó a su casa, a comer un plato de porotos. Mientras se preguntaban qué podÃan hacer apareció una furgoneta. Temerosa, la gente de la población se ocultó tras un muro, pero vio cómo un grupo de hombres vestidos de civil arrastraban los cadáveres tirando de los pies y los arrojaban al interior de la furgoneta. Desde allà el cuerpo de VÃctor debió de ser trasladado al depósito municipal a tÃtulo de cadáver anónimo, listo para desaparecer en una fosa común. Pero también fue reconocido por una de las personas que trabajaban allÃ.
Cuando más adelante me trajeron el texto del último poema de VÃctor, supe que él querÃa dejar su testimonio, su único medio de resistir a la hora del fascismo, de luchar por los derechos de los seres humanos y por la paz.
Somos cinco mil
en esta pequeña parte de la ciudad.
Somos cinco mil
¿Cuántos seremos en total
en las ciudades y en todo el paÃs?
Solo aquÃ
diez mil manos siembran
y hacen andar las fabricas.
¡Cuánta humanidad
con hambre, frÃo, pánico, dolor,
presión moral, terror y locura!
Seis de los nuestros se perdieron
en el espacio de las estrellas.
Un muerto, un golpeado como jamas creÃ
se podrÃa golpear a un ser humano.
Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores
uno saltó al vacÃo,
otro golpeándose la cabeza contra el muro,
pero todos con la mirada fija de la muerte.
¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!
Llevan a cabo sus planes con precisión artera
Sin importarles nada.
La sangre para ellos son medallas.
La matanza es acto de heroÃsmo
¿Es éste el mundo que creaste, dios mÃo?
¿Para ésto tus siete dÃas de asombro y trabajo?
en estas cuatro murallas sólo existe un numero
que no progresa,
que lentamente querrá más muerte.
Pero de pronto me golpea la conciencia
y veo esta marea sin latido,
pero con el pulso de las máquinas
y los militares mostrando su rostro de matrona
llena de dulzura.
¿Y México, Cuba y el mundo?
¡Qué griten esta ignominia!
Somos diez mil manos menos
que no producen.
¿Cuántos somos en toda la patria?
La sangre del compañero Presidente
golpea más fuerte que bombas y metrallas
Asà golpeará nuestro puño nuevamente
¡Canto qué mal me sales
Cuando tengo que cantar espanto!
Espanto como el que vivo
como el que muero, espanto.
De verme entre tanto y tantos
momentos del infinito
en que el silencio y el grito
son las metas de este canto.
Lo que veo nunca vi,
lo que he sentido y que siento
hará brotar el momento…
(Estadio Chile, septiembre de 1973)