Imagen: Colonias inglesas en América antes de 1763 (Fuente)

En este reportaje en tres partes (1. Antecedentes coloniales -este artículo-, 2. ¿Qué está pasando? y 3. ¿Superar el capitalismo?), el canal ecologista Our Changing Climate («Nuestro Clima Cambiante») nos lleva en un impactante recorrido por los antecedentes, causas y posible solución de una de las crisis más peligrosas para la vida en la tierra en nuestros tiempos: la Sexta Extinción Masiva. Ofrecemos aquí una transcripción y traducción de su contenido en tres artículos breves. En esta primera parte, revisamos los antecedentes coloniales norteamericanos del problema.

Mucho antes de la muerte del último rinoceronte blanco en lo salvaje, existía el dodo. Un ave no voladora que recorría los bosques costeros de Mauricio, una isla cercana a Madagascar. Pero en 1598, el dodo enfrentó una amenaza de fin del mundo: la llegada de europeos blancos, hambrientos de recursos para darle combustible a sus naciones capitalistas emergentes.

Con pistolas y hachas, marineros holandeses destrozaron el hábitat del dodo, dejando pocos refugios para el ave. A la intemperie, con ningún lugar donde esconderse, las aves que no murieron por la destrucción de su hábitat fueron matadas por el barril de las pistolas holandesas, cocinados en calderas holandesas, mientras que fueron a su vez severamente afectados por la introducción de especies invasivas. Para 1662, el último dodo pereció.

Los colonizadores holandeses habían llevado la especie a la extinción, y la bestial ave de Mauricio pronto se desvaneció en el mito. Tristemente, esta es una historia común. Una que se ha estado desenvolviendo y acelerando durante los últimos cuatro siglos. La vida en la tierra como la conocemos está muriendo. Un evento de extinción masiva –cuyos símiles este planeta ha experimentado solo cinco otras veces –está finalmente ocurriendo.

Hoy día exploraremos las fuerzas que subyacen a esta catastrófica mortandad. Viajaremos por los cazadores de pieles en las colonias norteamericanas, a los corrales agroindustriales de Brasil hasta las máquinas de la industria. Esta es la historia de la Sexta Extinción, una historia sobre sus oscuras raíces y las maneras en que podríamos revertirlo.

Una catástrofe cocinándose lentamente

Mientras los marineros holandeses estaban destrozando la costa Mauriciana por madera y carne de dodo, los ingleses y franceses estaban a lo largo del océano hundiendo sus garras en los exhuberantes paisajes protegidos por la gente de la Isla Tortuga (Turtle Island), que hoy en día es llamada Norte América. La colonización violenta de los capitalistas norteamericanos, que eran ávidos a enviar en barco madera, minerales y comida de vuelta a sus crecientes naciones, era no solo devastadora para aquellos que ya estaban viviendo ahí. Estos regimenes de extracción también eran desastrosos para el mundo natural, que había crecido abundante bajo el ojo vigilante de los campesinos, pescadores, cazadores y comunidades indígenas.

Las aguas del Atlántico Norte son un ejemplo perfecto de esto. En su libro The Mortal Sea (El Mar Mortal) el historiador medioambiental Jeffrey Bolster explica que antes de la presencia colonial europea, los sistemas costeros de Norte América estaban repletos de peces y langostas gargantuescos. Los diarios de capitanes marinos de los años 1500 tardíos, como Charles Leigh, reportaron que encontraron “la mayor multitud de langostas de la que jamás hemos escuchado,” mientras que otro reporte de 1602 del marinero John Bereton afirmó que la tripulación del bote había pescado tanto bacalao en cinco o seis horas que “habían atiborrado su nave con tanto bacalao que tuvieron que tirar montones de ellos por la borda de vuelta.”

Pero, con la expansión continua de colonos-colonialistas europeos a lo largo de los 1600 todo esto cambió. La población y tamaño de los peces disminuyó y los hábitats boscosos fueron talados y demolidos. Los colonizadores veían el paisaje como un recurso infinito a cosechar, desarrollar como monocultivos, para pescar y vender a mercados europeos. A medida que el diluvio de cuerpos blancos, hachas y armas permeó la Isla Tortuga a lo largo de los siglos 17, 18 y 19, los colonizadores reemplazaron violentamente las formas de protección de la tierra anteriores con sistemas basados en mercancías, orientados a la producción de ganancia.

Un invasor europeo temprano, James Rosier, revela sin rodeos esta visión de mundo mercantilizante cuando se refiere a la abundancia de vida en Norte América como “las ganancias y frutos que están naturalmente en estas islas.” El historiador medioambiental William Cronon señala en su libro Changes in the Land (Cambios en la tierra) que “los productos de madera estaban entre las ‘mercancías comercializables’ más tempranas que los colonialistas enviaron de vuelta a Europa para pagar deudas a sus financistas.»

Continúa escribiendo que “en 1621, cuando los peregrinos hicieron su primer embarque hacia su hogar (…) la bodega del barco estaba cargada de tablas tan llena como podía alcanzar a guardar.” Como resultado de esta transformación desde la protección a la mercantilización, la flora y fauna de Norte América sufrió pérdidas catastróficas.

Los bisontes fueron cazados hasta cerca de su extinción. La paloma pasajera, que alguna vez oscureció el cielo con sus números, dejó de existir en 1914 y el carpintero real, que alguna vez encontró su hogar en los bosques costeros del Sur Americano fue desconectado de la existencia. Pero ningún animal es más emblemático de esta nueva relación con la tierra que el castor. Desde los años 1600 tardíos hasta los 1900, la población de castores se desplomó desde un estimado de 60 millones a solo 100.000. Todo porque de vuelta en Europa los sombreros de copa forrados de piel eran la moda más ardiente.

En lugar de comprender y reconocer al castor como una especie crucial en muchos ecosistemas norteamericanos, los comerciantes franceses, ingleses y holandeses desarrollaron un masivo mercado que solo vió a los animales como mercancías. Los castores solo eran pellejos vivientes, esperando a ser atrapados, desollados y vendidos por ganancia comercial. Pero afortunadamente para el castor, los sombreros de copa forrados con piel eventualmente pasaron de moda y las poblaciones de castores pudieron más o menos estabilizarse.

Pero, desafortunadamente para los pueblos de la Isla Tortuga, tanto como para la flora y la fauna norteamericana, los colonos europeos, con sus economías extractivistas y mercantilizantes, estaban aquí para quedarse. Esta destrucción en manos de las economías colonas tempranas es solo una probada de lo que está por venir. Ahora estamos en el precipicio hacia uno de los eventos de extinción más grandes en la historia de la Tierra.

(Continúa en parte 2)