Por Paola Font Flores
Llegué a la Alameda a eso de las 10:30. Ahí, ya se había reunido un grupo de compañeros, lienzos y banderas en mano. Hacía frío, mi cuerpo estaba entumecido, así que, para abrigarme decidí entrar a la iglesia donde se hacia la clásica misa de todos los años antes de salir en romería hasta el patio 29 del Cementerio General.
Seguí el ritual respetuosamente, me sentaba y paraba según las indicaciones del cura. En un momento dijo “la paz hermanos”. Sabía, por mi abuela, que debía dar la mano, en señal de fraternidad, a quien estuviese cerca de mí. Sin mayor reflexión, giré a mi derecha y extendí la mano al caballero que tenía a mi lado. Con una sonrisa de “¡pero chiquilla!”, apretó mi mano, me tiró hacia él, firme y delicado a la vez, me abrazó con fuerza y dijo “la paz compañera”. Me miró de manera dulce y fraterna. Su mirada caló en mí. Emocionados nos soltamos, para luego salir a la romería.
Ese abrazo fuerte, dulce y sincero ha sido una de las más bellas lecciones que me han regalado. Nunca había visto a ese hombre, ni tampoco lo volví a ver, sin embargo, me enseñó que sin importar nuestros nombres, edades, diferencias, éramos compa- ñeros. Dimensioné, aprendí la profundidad de esa palabra, Compañera.
Era septiembre de 1987, tenía dieciséis años.
Pocos días después fueron detenidos y luego desaparecidos José Julian Peña Maltés, Alejandro Pinochet Arenas, Gonzalo Iván Fuenzalida, Julio Muñoz y Manuel Jesús Sepúlveda.
Crecí en dictadura, pasé raudamente de la niñez al despertar adolescente, entre el espanto y el dolor, en contraste con la ternura y la esperanza. El espanto de la represión, del dolor de perder amigos, del sufrimiento de un pueblo entero y de ver a la generación que me antecedió con sus sueños castrados, traumatizados por la violencia brutal que se inició con el golpe de estado. Y por otro lado, la ternura del abrazo del compañero, del trabajo colaborativo y en comunidad, del saber que nuestra labor tenía su sentido.
Soy parte de una generación que amó sin prejuicios, idealistas, honestos y generosos. Cada experiencia nos marcó el alma a fuego, y entendimos que la vida no tiene razón sin una causa. Esa generación sabe que perdió, porque nuestros sueños no tienen semejanza alguna con el curso que tomó la historia de nuestro país a partir de los ‘90.
A 50 años del triunfo de la Unidad Popular, a meses del inicio de la revuelta, en medio de una pandemia y del plebiscito de octubre, constatamos que abrimos una pequeña ventana, una posibilidad cierta de que, si somos capaces de trabajar bien con decencia, honestidad y generosidad, puede convertirse en un punto de inflexión que corrija el rumbo de nuestra historia.