Imagen: Salvador y «Taty» Allende desde La Tercera
Por Willy Haltenhoff Nikiforos
—¡Sale tú, yo me quedaré! —grité a mi hija Taty, que tomando mi brazo insistía en quedarse conmigo. Estábamos en pasillo fuera de mi despacho en medio de un ruido ensordecedor de artillería de morteros, bazucas y de las bombas de los tanques. Le rogaba que saliera junto a las otras compañeras que estaban protegiéndose en el Salón Toesca.
—¡Quiero quedarme contigo, papá, por favor te lo pido!— me gritó de nuevo.
Le volví a insistir que no se quedara, que no quería muertes innecesarias, menos de mi hija. Ella me miró angustiada, pues no comprendía mi decisión. Quería a toda costa quedarse conmigo.
—Hija mía, mi deber es permanecer aquí. Sal tú. Además estás embarazada y debes proteger a tu hijo. Hay once mujeres que deben salir contigo.
—¡No, papá, no te dejaré solo, quiero quedarme contigo para defender nuestro proceso revolucionario que tanto ha costado. Yo creo en él, ¡Quiero luchar para defenderlo!
—Hija, admiro tu lealtad. Sé que amas esta revolución tanto como yo, por eso te pido que salgas para que seas tú la que logre la unidad de las fuerzas de izquierda para enfrentar los duros tiempos que vendrán. Ese será tú deber, tu papá te amará siempre. Siempre estarás en mi corazón.
Luego la abracé con todas mis fuerzas, ella con sus ojos angustiados se alejó por el pasillo y fue a sumarse a un grupo que llegaba de otras oficinas. Todos enfilaron de inmediato hacia Morandé 80 en medio de un ruido de artillería que se multiplicaba.
Ingresé a mi despacho y cerré la puerta, tomé una foto de mi familia y la puse en el borde de mi escritorio. La miré fijamente un rato, de pronto sentí el grito del pueblo que venía de afuera. Me asomé a una ventana, corrí la cortina y sentí de inmediato los vítores de la muchedumbre. Recordé las veces que salí al balcón para recibir el apoyo de mi pueblo leal congregado en la Plaza de la Constitución. Recordé cuando nacionalicé el cobre, que era el gran legado que dejaba a mi país.
Ese día en mi discurso les pedí que confiaran en los dirigentes del futuro, para que nunca más el capital extranjero se robe nuestras riquezas naturales que son de todos los chilenos.
Ahora era distinto, la Plaza de la Constitución estaba llena de tanques y soldados traidores que con sus metralletas y bazucas disparaban hacia la Casa del Pueblo. Me alejé de la ventana muy triste, me pregunté por qué el sueño de tantos chilenos acababa a balazos. En ese instante sentí caer una bomba muy cerca de mi oficina provocando que la puerta se estremeciera. Era la Fuerza Aérea que comenzaba a bombardear. Debía apurarme.
Tomé el fusil que me regaló Fidel Castro, me senté en mi sofá, puse la culata en el piso, accioné el dedo y disparé.
Muchos años después, ya en democracia y cuando me convirtieron en estatua, fuí una mañana a La Moneda a la misma oficina donde me había disparado. Ahora un puñado de socialistas renovados reían alborozados mientras firmaban decretos para privatizar el agua, la electricidad, las comunicaciones, los caminos, el mar, las minas. Cerré mis ojos muy entristecido y volví a mi pedestal de estatua. De pronto sentí de nuevo una bala entrando a cabeza como esa mañana del 11 de septiembre, solo que esta vez yo no apreté el gatillo.