Por David Jesús Avello Gaete
Recuerdo que la multitud surgía de todas las calles y pasajes, pero sobre todo de Finlandia. Todas las columnas tomaban Las Golondrinas, a lo largo y ancho, pegaditos al Club Hípico, allá, en Hualpencillo. Eran puros carretones harapientos y una pelusería contenta. Eran hombres, mujeres y niños que brillaban por su falta de elegancia y la evidencia del cansancio, el hambre y la miseria en sus vidas.
Decenas de carretones llenos de caritas redondas y puros ojitos contentos. Carretones con el nombre del Chicho a sus costados, en esa equis que, en su parte inferior exteriorizaba la inicial de Allende, custodiada a ambos lados por la última vocal y la consonante P, respectivamente. Además de cientos de alegres banderas chilenas de todos los tamaños, flameando como nunca antes, pegaditas al pueblo…
El día era gris y parecía que en cualquier momento se nos iba a venir toda la lluvia del mundo, pero no importaba demasiado. Era la fiesta de los harapientos, de los patipelados: era nuestra fiesta. Por fin, alguien de los nuestros alcanzaba esa puerta que podría darnos un poco de justicia. Mis doce o trece años de aquel entonces, estaban ya llenos de manifestaciones de pobladores y obreros hartos de vivir en la miseria. Y, aun así, esta manifestación era distinta a todas las antes vividas. Íbamos a celebrar el triunfo nuestro, el triunfo del Chicho. Por fin teníamos al Compañero Presidente, allí, en la Moneda.
Veníamos saliendo del Campamento Lenin (una Toma de Terrenos de apenas un par de años antes) e íbamos a unirnos a todos esos invisibles que tomaban Las Golondrinas, para alcanzar Colón y llegar caminando a Concepción. Nunca antes vi tanto rostro, miradas y manos de personas simples tan llenas de ilusión. Íbamos a celebrar el día más importante de nuestras vidas y hasta mi perro, Petaca, parecía tan contento como nosotros. Íbamos cantando La Internacional, al Víctor Jara y la Violeta, Quilapayún, Patricio Manns…
Ni qué decir de lo que se vino después. La nacionalización del cobre, el litro de leche, mejoras en la educación y la salud, mejoramientos laborales. Todo eso, entre enfrentamientos con el Grupo Móvil y los Patria y Libertad. Recuerdo las calles de colores, de sonrisas y palabras amables y optimistas. Recuerdo miradas serenas y mucho artista, hasta la televisión era distinta. Cine, pintura, teatro, literatura. Y, desde luego, la Editorial Quimantú. Nunca antes ni nunca después, un libro tendría el valor equivalente a un kilo de pan. Colmé de libros mi biblioteca. Hoy, existe una copia de Quimantú, que, no es ni la sombra de su antecesora…Todo eso, hasta que el cielo se puso gris y el aire se volvió violencia y miedo. La tristeza y la desconfianza que todavía se ve por las calles. El mal humor y esa meta maldita que hoy gobierna nuestras vidas: tener. Solo eso: tener…
Hoy, no quedan más que sombras y muchos, muchos recuerdos. Viví de nuevo esa ilusión a partir de octubre. No nos olvidamos, los que vivimos aquellos días, de ese hermoso sueño, un sueño que no es un imposible. Nosotros, los nadie, podemos, si queremos…