Por Salvador Neftalí Cáceres Manríquez

Era agosto de 1969 en la hacienda Rupanco, cuatro de la mañana, mi papá gritaba: “¡Carlitos, al campo a trabajar, cabro! La verdad tenía mucho sueño. Todo chico de 16 años a esa edad tiene sueño, pero la pega es pega. Más aun en el sur donde se trabaja cuando aún no amanece, y se vuelve a la casa de estudiar ya anochecido. Pero bueno, es la vida. 

Llegué como siempre a ponerme el overol. Le ayudaba a mi papá a cargar los baldes de leche cuando lechaba las vacas. El viejo Moll tenía cien vacas en ese establo. Imaginen el olor de los desechos, esos desechos duros que si pisas no te los quitas a menos te bañes de nuevo. Yo por lo mismo a las siete me volvía a bañar. Entraba a las nueva a clases del liceo, un liceo de campo donde nos enseñaban las materias de las humanidades y también labores agrícolas. Salíamos a las 18:00, para los papás era mejor porque nos daban comida, y se ahorraban la rabia de educarnos decían. “Gracias que no tenemos que soportar a esos pavos,” se reían los viejos. La labor de la madrugada era la misma, ayudar a mi papá. 

En el campo no existe más diversión que las fiestas de Septiembre, donde tenemos feriado. El patrón nos deja hacer una ramada re linda donde comemos y bailamos, y a veces me atrevo a sacar a la chica de los González. Debe ser media tímida, pero la que antes era una niña media tonta y flaca ahora me llama la atención. Todos se ríen de eso. Vive a dos hectáreas de la mía. Es vecina al final de cuentas; aquí los vecinos viven a hectáreas. A todo esto, mi nombre es Carlos Vera. Me llaman Carlitos o Gusano debido a mi delgadez. Dicen que soy víctima del mal de la desnutrición desde niño, pero solo soy flaco. Según yo de tanto levantarme temprano. 

Pero hoy en el acarreo de baldes, el viejo Díaz, el presidente del sindicato nos grita: “Hoy nos tomamos el día a las diez, los cabros no van a la escuela y todos a las diez nos presentamos como puedan, en overol o no, con sus familias si quieren, en la sede que está atrás del granero, que tenemos una visita.” Yo me dije: “Una visita, ¿Quién sería? Mi papá no me contaba, solo decía es alguien que nos apoya mucho. “Tú te vas a lavar y traes a tu madre, le dices que viene el Chicho,” 

“¿El Chicho?” me dije por dentro. No conozco a nadie ni en Rupanco, ni en Pilmaiquen, siquiera en Osorno que le digan así. Solo me quedare con la duda de quién es. A las siete me fui a la casa, le dije a mi mamá que viene el Chicho. Ella solo sonrió. Me bañé, me vestí con lo que pillé y desayuné. La verdad no le quise preguntar a mi mamá quién era el famoso ese que todos lo esperaban, pero ya me parecía raro. La familia de la flaca González, con la flaca cargando una bandera roja que decía UP, nos pasó a buscar. Solo éramos mi mamá y yo. No tenía hermanos. Mi mamá por lavar en la artesa tuvo problemas para concebir más hijos, mientras que la flaca tenía tres hermanos menores, mocosos desordenados. Abrimos la puerta y salimos. Ni tonto ni perezoso. Le pregunté a la flaca, “¿Y esa bandera?” Se rió. “Viene el Chicho Allende.”

Yo le dije: “Nadie me quiere contar, solo oigo que el Chicho aquí, el Chicho allá.” Yo suertudo por que no fui a clases, pensé, y que si cargo la bandera la Flaca dirá que estoy más fuerte. Así que se la pedí. Ella me la pasó, me toma el brazo y me dice: “El camino es difícil, tendrás que ayudarme, Carlitos.” Yo de la sorpresa la tomé del brazo y nos fuimos. Caminamos, le pregunté por su casa, familia. Me respondía entre riendo y se me acercaba más. Al llegar a la sede, estaba lleno de banderas rojas y un lienzo decía “Puyehue Comuna, Allende Presidente”. Así era, ahora entendí. Me explicó la flaca igual; que era Chicho, Salvador Allende. Alguna vez en el liceo leímos en el diario de él. Una tendencia política súper radical. La izquierda lo propuso de candidato al gobierno, con el apoyo de los más pobres. Obvio yo era pobre, entonces supuse debía ayudarlo. 

Los niños del patrón iban a la escuela a Osorno, uno era un rubio alto, que ni se parecía a mí. Solo los veía pasear por las instalaciones y no tenía que trabajar con los demás cabros. A las 4 A.M era todo distinto, jutre como le dicen en el campo. Mientras reflexionaba esto, la flaca me dice al oído: “Oye, abrázame, si los viejos no nos pescan, están en otra, si igual me gustas.”

Quede atónito. Mi viejo me dijo: a las mujeres se les hace caso en estas cosas, así que la abracé sentados los dos, mientras los viejos reían, gritaban “¡Allende Presidente!”. Quería verme como un hombre ante la flaca. Se llama Camila, a todo esto. Ella puso su cabeza en mi hombro y se tendió a dormir. Despertaba y dormía, me decía “te quiero”, aunque somos muy chicos, así que no hacíamos nada más y nadie se daba cuenta. Seria nuestra inocencia. 

Y en eso llegó Allende. Todos nos paramos y gritamos, “¡Somos pobres no idiotas! ¡Allende al poder!” La señora Berta Valderas, famosa líder de la hacienda, empezó el discurso inaugural, y yo con la Camila en mi hombro, todo bien. La señora Berta con Allende al lado, hablando de justicia, de una sociedad mejor, que nos subirían el sueldo, que la Hacienda la administraríamos nosotros mismos. “¿Te imaginas?” me decía la Flaca. 

Yo la besé. Me quedo mirando. “Eso no aquí por favor.” De ahí cambió el tema, me dijo: “Ojalá gane este caballero, es muy simpático.” De ahí habló el dirigente sindical, el Díaz. Quedamos atónitos. Siempre lo veíamos como un viejo bruto, que cargaba dos baldes a la vez, pero hablaba muy bien, parecía profesor. Yo creo que solo de la impresión nos paramos a aplaudir. Era hermoso como hablaba, nos llegó al alma.

De ahí venía Allende, dió su discurso de candidato. A veces sus palabras eran muy complejas. Con un terno café claro y sus grandes lentes. Él era doctor, nos contaba, y que desde joven atendía a los más pobres de Valparaíso, que él creía en nosotros, que éramos humillados. Con la Camila seguimos el discurso atentos, abrimos los ojos. Tenía una voz que retumbaba, hablaba sin micrófono. 

Termina el discurso, se baja del estrado, camina hacia donde nosotros y riendo nos dice: “¿Es tu novia?” Yo quedé en vergüenza y un viejo grita: ¡Si son amigos de chiquititos! Entre gestos de ternura y risa los viejos celebraban a la Camila y a mí. Yo le digo: “Señor Salvador, mi nombre es Carlos.” “Y yo Camila,” asintió la flaca. Nos dijo: “¿Van a la escuela?”. “Ella no, solo yo,” dije. “Además de ir a la escuela, a las 4 A.M nos levantamos los chicos hombres para ir a la lechera a trabajar hasta las siete, de ahí a la escuela. Allende, pensativo, grita: “En mi gobierno se prohíbe el trabajo infantil como el de Carlitos, y Camila podrá ir a la escuela. Los viejos gringos ya no se aprovecharán, haremos el municipio de Puyehue para fiscalizar todas estas cosas.” 

La gente aplaudía y gritaba. Parecía que se caía el escenario. Era un terremoto y más fuerte, “¡Allende presidente!” Me abraza a mí y a la Camila, llegan unos fotógrafos y nos toman una foto. Un periodista de la Radio dice, “Allende se compromete con la juventud, derecho a la escuela para todos y todas, no más ayudantes de lechería menores de edad.” Yo ponía cara de serio, quería mostrarme maduro ante la Camila y del puro momento, grité: “¡Un nuevo Chile nacerá!” 

La Camila me abraza, y la imagen se congela. Ese día fue mágico, ese momento me congeló. Ese día conocí al futuro presidente de Chile y tuve de novia a la Camila. Ya no era gusano, ni Carlitos, yo era Carlos Vera, todo un hombre.