Imagen: Huellas.cl (fuente)
Por Fernando Hernán Sandoval Lobos
Caminando alegremente al colegio, de la mano de mi mamá y con los amigos del barrio, yo era el más pequeño. Pero me sentía uno más de ellos, claro que solo los escuchaba como si fueran adultos comentando del partido que tendrían de tarde en la calle con el pasaje cercano. Todos los días era la misma rutina, hasta que una tarde fue diferente cuando en el pasaje donde una vieja pelota de cuero rodaba entre reja y reja todos detrás de ella. De pronto todo se detuvo, era mi papá, esta vez no traía la caja de bebidas, ni la malla de naranjas para los jugadores, esta vez era una caja enorme, todos con cara de sorpresa querían saber qué era esa caja misteriosa y todos a seguirlo a mi casa.
No quedó ningún niño en el partido, el riéndose los dejó entrar y que se acomodaran donde pudieran mientras sacaba esos cartones, era una caja de madera con un vidrio, nunca nadie había visto semejante cosa con botones y cables. El hombre que ayudaba a cargar la caja en pocos momentos ya estaba atando una barras a un gran madero apoyado en un árbol y de pronto comienza a sonar y en largos minutos de espera el vidrio se prende y todos sorprendidos, asustados. Se veía gente por la ventana de esa caja, trato de recordar que imagen era pero la impresión de ver ese vidrio brillar me paralizó.
De allí en los viajes siguientes a la escuela solo se hablaba de esa caja hasta los pasillos donde nos separábamos, cada cual a su sala, yo por mi corta edad no podía entrar pero cada día era lo mismo, el querer entrar a la sala de mi hermano, y cada día eso terminaba en un llanto de regreso a casa, hasta que llegó el día que ese profesor dijo que si podía entrar y si aprendía podría quedarme allí. Fue el orgullo de mi mamá, al fin de ese año era el mejor de la clase del 2° básico, con solo cinco años. Mi regalo fue un libro de cuentos con un mensaje en su tapa que decía “al primer lugar”. Y promovido al tercer año.
Todo eso yo no lo entendía mucho, pero ese año fue de aventuras el estar con niños muy grandes, que trataban de repetir cosas que esa caja mostraba, solo que después de un tiempo los niños pasaron a ser los papás que llenaban la casa para mirar futbol, y donde los gritos eran de cada gol. Tampoco recuerdo quienes ganaban o perdían, pero seguía siendo feliz en casa rodeado de toda esa gente entrando y saliendo. Nunca me faltaban los regalos que todo mundo me llevaba, hasta mis abuelos nos visitaban más seguido, y como en casi todo los pasajes tan poblados de niños, yo como el más pequeño terminé pensando que era enano porque todos me decían así.
Vamos a tirarnos de una colina con un cartón, siempre no faltaba quien dijera “llevemos al enano”. Para mí eso era como normal, ser al primero que le daban las frutas que sacaban de los árboles o ser al primero que no le pegaran al jugar, porque muchos de ellos tenían hasta cuatro años más que mí. En el colegio era lo mismo, al formarse siempre el primero, igual a quien aventaban por la ventana. Reía tanto por todo eso y se reían de mí por cosas como no saber acordonarme los zapatos o no saber la hora. Pero si podía leer y hacer sumas y esas cosas.
Un día fuimos a almorzar a casa de mis abuelos, los que me encantaban, era un día extraño. Poca gente en la calle. Al llegar la casa de mis abuelos sentí ese aroma de su casa especial para mí, nos sentamos a almorzar y de pronto llega un vehículo verde y sube a la fuerza a mi papá cuando él fue a ver que querían. Yo miraba por esa ventana imágenes iguales a las de aquella caja, y fue la última vez que volví a ver la imagen de mi papa por ese vidrio, un día de septiembre.