Por Daniel Fredes Castro
¡Empanadas! ¡Empanadas calientes! gritaron afuera de la puerta, abrí, don Pedro me saludó con una enorme sonrisa e inmediatamente me extendió la mano con una empanada.
Había llegado a Monte Patria unos días atrás, en un vehículo de Investigaciones desde Ovalle, tras estar detenido cuatro días en Santiago, luego de ser detenido en los patios de la EAO el 28 de octubre del 84. El país estaba en estado de sitio. Yo estaba relegado por noventa días según decía un decreto del Ministerio del Interior, firmado por Jarpa, que me exhibieron.
¡Puta que tenis suerte! Me dijo el rati en General Mackenna cuando me comunicó que mi destino era Monte Patria. ¡Lo vai a pasar rebien! Y tenía razón, Monte Patria es un pueblito en las cercanías de Ovalle, en lo que solíamos llamar el norte chico, atravesado por ríos y abrazado por el sol, lo que la convierte en una tierra generosa. Monte Patria está habitado por gente sencilla, curtida por el sol, que se dedica principalmente a la agricultura, se ve mucho temporero y uno que otro pirquinero.
Fundada por españoles, por Pedro de Valdivia decían, y bautizada como Moterreyes, tras la independencia se renombró como Monte Patria, y según cuentan, tal como en el pueblo blanco de Serrat, por Monte Patria no pasó ni el golpe.
En la época que llegué, se disfrutaba la abundancia que genera la tierra, y sumado a gente sencilla generosa y solidaria, era obvio que lo pasaríamos bien. Bien entre comillas, porque no olvidas que estás ahí castigado, que no puedes salir ni desplazarte libremente, que te llevaron ahí dese las aulas de la técnica, que no pudiste ver ni a tus padres, ni tus hermanos ni tus amigos, solo por luchar por un país libre, por un país justo, por un país para todos, por un país de feliz. Sin embargo, sientes alivio ya que estás vivo. Muchos corrían otra suerte por aquellos días.
¡Lolo! ¡Vamo a la Mora! ¡A jugar Rayuela! Me gritaron en la ventana de la casa del bajo, donde don Ramiro tenía su taller de zapatería y que me ofreció así sin más, el primer día que llegué sin conocerme. Don Ramiro era un hombre joven pero el sol y el trabajo habían mellado su piel, parecía más viejo, pero apenas pasaba los treinta.
¡Lolo, yapo! Insistieron de afuera. Yo era el Lolo, tenía veinte y un años, era el más joven de los relegados de Monte Patria, había cuatro más, todos “viejos” de entre treinta y cuarenta años, había dos dirigentes de la construcción de Concepción, un profe, dirigente de la Agech de Rancagua y un “político” socialista de Briones, quien, luego fue diputado y de hecho fue el primer diputado muerto en ejercicio, víctima de cáncer creo. Ricardo Lagos fue a verlo una vez y fue todo un acontecimiento, porque llevaron carne de vacuno y comimos un asado a la orilla del rio. Nosotros solo comíamos carne de cabrito.
Ir a la Mora, a jugar Rayuela, significaba solo una cosa; vamos a tomar hasta quedar tirados, desde afuera me invitaban un grupo de viejos montepatrinos, el día consistía en jugar rayuela, comer cazuela y tomar vino en batea. Me fui con ellos almorzaba, jugaba, tomaba un poco y luego con alguna excusa me iba. ¡Era imposible seguirles el ritmo!
Saliendo de la Mora me dirigía a casa de don Pedro, donde con sus hijos organizamos un taller de preparación para la PAA. Nos juntábamos ahí con unos diez cabros del pueblo y preparábamos matemáticas y física, además de reírnos, arreglar Chile y el mundo y divertirnos también. Don Pedro el dueño de casa, era comunista como la mayoría, y se jactaba de hacer las mejores empanadas de Monte Patria, le gustaba pasar a la casa del bajo a conversar con nosotros y llevarnos empanadas. Al llegar gritaba fuerte: ¡Empanadas! ¡Empanadas calientes!, para que todos escucharan, era como su coartada, entraba, comíamos empanadas y conversábamos horas. Muchas historias de la pampa, del salitre, de Recabarren, de esperanzas, de muertos, de la vida
Cierto día estábamos en la Mora, jugando Rayuela con los otros viejos del pueblo, y llegó don Pedro, saludando a todos… ¡El empaná de perro! Gritaron todos a modo de saludo, como en el comercial ese que decía ¡El zanahoria! …Solo sé que en un escalofrío me corrió por la espalda, recordé todas las empanadas que habíamos comido y tragué saliva. ¿Por qué le dicen así? – pregunté- ¡De cariño! Me dijeron.