Por Juan Carlos Castro Oyarzo

Corrían los ‘70, me tocaba ir a primero básico en la escuela del pueblo sureño. Mi madre me llevó al campo, a la casa donde ella trabajaba de empleada doméstica. Los patrones, una familia de origen alemán, me miraban con curiosidad, era extraño ver a una mujer tan joven, con apenas veinte y un años ser madre de un muchachito tímido de seis años. Había varios niños rubios que me miraban con distancia mientras yo ayudaba a mi madre a entrar trozos de leña para la chimenea. Nunca más mi madre me llevó a ese lugar. Ella lo pasaba mal ahí porque trabajaba desde las seis de la madrugada y terminaba los oficios a las nueve y diez de la noche, por un sueldo que no alcanzaba para vivir. Mi madre cargaba además con sus abuelos que la criaron, ya viejos y enfermos.  

Ese fin de semana nos quedamos en la casa de don Pablo, un inquilino del fundo, un obrero que con su mujer nos acogían con cariño dentro de su pobreza. No había luz eléctrica en su casa, a pesar que a unas cuadras la casa de los patrones resplandecía. Por la noche nos alumbrábamos con velas y junto a otros niños y niñas del campo pasábamos las noches escuchando cuentos de brujos que erizaban los pelos. La de la Cai-Cai era mi favorita. Don Pablo le dice a mi madre que lo acompañemos a un galpón que les servía de Iglesia, y le pide que no vaya a contar al patrón lo que iba a escuchar.  

Entramos al galpón en penumbras, las velas apenas alcanzaban para ver rostros, había muchos campesinos reunidos, iniciaron con una oración y después se pusieron a hablar en turnos. Al fondo había un cartel hecho a mano y en penumbras vi que era una V montada sobre una A y con unos desteñidos colores patrios. Viva Allende. Escuché a una señora hablar de abusos, a otro señor hablar de justicia y esperanza. Habló un joven llamado Daniel, que no parecía campesino, no recuerdo que dijo, pero sé que emocionó mucho a mi madre y todos. Lo acompañaba una joven hermosa con un cintillo de flores en la frente y que también habló al final, algo dijo que hizo que las mujeres la abrazaran con cariño. Don Pablo pedía que hablaran más bajo, atemorizado que el ruido de la Asamblea llegue a la casa patronal que quedaba a unas cuadras. 

Regresamos al pueblo, mi madre volvió a dejarme al mal cuidado de los abuelos. Ella solo disponía de un día libre cada quince días. De esa época recuerdo que lo pasábamos muy mal, el abuelo atrapado en el alcoholismo y mi abuela intentaba mantenernos como podía, ya que le tocaba además cargar con otros dos nietos que habían sido abandonados en mi pueblito del sur, mientras sus madres se vinieron a la capital a trabajar en lo que sea.  

El año 71 y 72, nos llegaron a la escuela unos overoles color beige y zapatos, también unas cajas maravillosas con barras de colores para aprender matemáticas. Y también empezamos a recibir la leche diaria que el Presidente electo había prometido. Recuerdo que algunos botaban la leche en polvo por las calles porque decían que venía con una vitamina que te convertía en comunista. Yo era feliz con mi leche, mi overol y mis zapatos ya que andar descalzo era para mí lo habitual. 

Mi madre dejó de trabajar para los alemanes y decidió emprender con un pequeño taller de costuras. Criaba gallinas en el patio, las que me tocaba salir a entregar peladas y listas para cocinar por todo el pueblo. Un día mi mamá me dice que hay un Golpe de Estado. Varias mujeres del barrio salieron a celebrar eufóricas. Mi madre en silencio, siguió cosiendo con su máquina disimulando su pena. A nuestra humilde casa varias veces nos visitó Daniel, el joven universitario con su bella novia. Creo que esa fue razón suficiente para que una hija de un vecino carabinero, nos apedreara la puerta cuando se le daba la gana. 

A mediados de los 80, yo había ingresado a estudiar a la Universidad de Chile, mi madre militaba en el clandestino Partido Comunista y aún se ganaba la vida con su máquina de coser. Le recordé de la historia cuando me llevó al campo y la noche que nos quedamos en la casa de don Pablo. Pregunté por qué nunca más me llevó a ese lugar, ya que con los abuelos lo había pasado de mal a peor. 

Me dijo: ese día que te llevé a ese lugar, fue porque los patrones me propusieron que vivieras conmigo en el fundo, para que aprendas a cortar leña, sembrar, cosechar, y que algún día podrías ser empleado de la casa, hasta mayordomo. Así ya no era necesario que yo vaya al pueblo cada quince días. Ocurrió que esa misma noche don Pablo me llevó a su Iglesia, y un joven ahí habló de que nuestros hijos tenían derecho a ir a la Universidad: y yo decidí que algún día tú ibas a ir a la Universidad. Al otro día el patrón me dijo que te había habilitado una cama pequeña en el cuarto que yo ocupaba para que te quedes a vivir ahí. Esa es la razón porque nunca más te llevé a ese lugar… 

En memoria de mi madre y a Daniel Gallardo: condenado a pena de muerte en Octubre de 1973 en Valdivia por un tribunal militar, pena que le fue conmutada por extrañamiento. Hoy reside en Canadá.  

Mi madre ya no está con nosotros desde el año 2014. Te amo viejita. 

A Salvador Allende, por hacernos soñar.