Imagen: cuicos chilenos con Jude Law (actor en Gattaca)

Hace 25 años salió Gattaca, una película que a primera vista parecía pura ciencia ficción, pero que hoy da escalofríos de lo cerca que estamos de vivir algo parecido. En esa historia, el futuro de cada persona no lo decidía ni el esfuerzo, ni las ganas, ni la educación: lo mandaban los genes.

La sociedad estaba dividida entre los “válidos”, cabros hechos en laboratorio para ser altos, secos e inteligentes, y los “inválidos”, los nacidos a la antigua, vistos como defectuosos y relegados a las pegas más pencas.

El protagonista, Vincent (Ethan Hawke), era de los segundos. Aunque era sano, su ADN lo condenaba a morir joven y a nunca poder cumplir su sueño de ser astronauta. Para engañar al sistema, se hizo pasar por un “válido”, escondiendo cada rastro de su cuerpo y usando la identidad genética de otro. Vivía raspándose la piel, limpiando pelos, escondiendo pestañas… porque una simple muestra lo podía delatar.

¿Exagerado? Capaz que no tanto. Según explican Dov Greenbaum y Mark Gerstein en un artículo publicado en Nature Genetics, la tecnología que mostraba Gattaca ya existe o está a la vuelta de la esquina: secuenciación del genoma a bajo costo, estudios que predicen enfermedades y, sobre todo, CRISPR, una herramienta que permite editar el ADN como si fueran tijeras.

Nueva elite, pero ahora genética

Como contaba un reportaje de El Confidencial (2023), hay clínicas de fertilidad que no se conforman con evitar enfermedades: ya ofrecen elegir embriones con ciertas características. Hablamos de altura, color de ojos, contextura, resistencia física e incluso capacidades intelectuales. O sea, un hijo a la carta… siempre que tengas plata.

Y aquí en Chile, esa idea calza con un país donde la cancha ya está dispareja. Los cuicos siempre han tenido la ventaja: colegios privados de lujo, universidades carísimas, contactos y pitutos. Imaginen si además pudieran “mejorar” a sus hijos genéticamente.

No es chiste: familias como los Kast o los Matte, que llevan décadas acumulando plata y poder, podrían asegurarse también que sus descendientes nazcan más sanos, más inteligentes, más “perfectos”. No solo heredarían las lucas y las empresas, sino también un ADN hecho a medida.

Vigilancia y genética

En Gattaca, la policía revisaba el ADN de cualquiera con total impunidad: un pelo en una almohada, un vaso usado, un chicle. Y con eso bastaba para decidir tu destino. Parece exagerado, pero no tanto: en Nueva York la policía fue acusada de guardar ADN de miles de personas, incluidos cabros chicos, la mayoría de barrios pobres y de minorías, sin consentimiento.

¿Se imaginan eso en Chile? Con Carabineros revisando bases de datos genéticas para “predecir” quién es violento o quién es “propenso” a delinquir. Ya sabemos que la mano dura cae sobre las poblaciones y no sobre los barrios cuicos. Si sumamos la genética al combo, la discriminación pasaría a otro nivel, con el sello de “científico” para justificarla.

¿Somos solo ADN?

El problema es que mucha gente cree que el ADN lo define todo. Y no es así. La genética influye, claro, pero también cuentan la crianza, la educación, el entorno, las oportunidades. La misma película lo muestra: Jerome, el “válido” perfecto, termina fracasado y deprimido; en cambio, Vincent, el “inválido”, logra cumplir su sueño a pura garra.

Si reducimos a una persona a lo que diga un test genético, nos arriesgamos a lo peor: cabros convencidos de que no sirven para nada porque el papel lo dice, papás presionando a sus hijos para cumplir lo que se supone que está “en sus genes”, y familias eligiendo embriones no para evitar enfermedades, sino para tener al “crack” de la familia.

El dilema porvenir

Todo esto se vende con buenas intenciones: curar enfermedades, mejorar la salud. Pero la línea entre curar y diseñar se cruza rápido. Y si estas tecnologías quedan solo al alcance de los más ricos, lo que tendremos es una desigualdad todavía más brutal: una aristocracia genética.

En Chile ya sabemos lo que significa nacer en un barrio u otro, tener un apellido u otro, ir a un colegio cuico o a uno municipal. Ahora imaginen que esa desigualdad quede inscrita en el ADN. Que el hijo de una familia poderosa nazca con todas las ventajas biológicas posibles, mientras el resto queda marcado desde la cuna como “inválido”.

La ciencia puede ser maravillosa si se usa bien. Pero también puede ser la herramienta más peligrosa de exclusión si no nos ponemos vivos y damos la discusión ahora. La pregunta es simple: ¿queremos un futuro donde los cuicos compren mejores genes para sus hijos, mientras los demás seguimos corriendo en una cancha cada vez más inclinada?