Imagen: Richard Nixon / Salvador Allende. Agence France-Presse (Fuente)

Hubo un tiempo en que Chile, según la embajada gringa de la época, estuvo en el centro del conflicto ideológico mundial. Esta sería, según los archivos desclasificados estadounidenses, razón por la cual decidieron intervenir. Muchas personas tienen una idea sobre el rol de Estados Unidos en el fin de la democracia en Chile de 1973, pero no siempre se le toma el peso al calado de la cuestión. Peter Kornbluh, de la organización National Security Archive, destaca por haber ordenado y difundido al público la información de miles de documentos desclasificados de EEUU y la Agencia Central de Inteligencia, que exponen el descarado y brutal plan para generar caos y violencia en Chile e impedir cualquier posible triunfo del socialismo (además de la posterior colaboración con el régimen terrorista de Pinochet). En esta contribución les traemos una traducción propia de la primera parte de la introducción del libro de Kornbluh El Archivo Pinochet: Un Dossier Desclasificado sobre Atrocidad y Rendición de Cuentas (The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability; The New Press, 2013). El libro ha sido traducido al español como Pinochet: Los Archivos Secretos (Crítica, 2013). Puedes leer la segunda parte aquí.

Por Peter Kornbluh

«No es una parte de la historia estadounidense de la que estamos orgullosos.»

—Secretario de Estado Colin Powell, respondiendo a una pregunta sobre la moralidad del rol de los EEUU en Chile, Febrero 20, 2003

Justo antes de la medianoche del 16 de octubre de 1998, dos oficiales de la Policía Metropolitana de Londres se deslizaron por los pasillos de una clínica privada de elite en Londres y aseguraron la habitación en la que el ex-dictador chileno, General Augusto Pinochet, se recuperaba de una operación de espalda. Con eficacia inglesa, desarmaron a sus guardaespaldas privados, desconectaron los teléfonos, apostaron a ocho policías ante la puerta y procedieron a entregar a Pinochet una orden de INTERPOL. En cuestión de minutos, las autoridades británicas consiguieron lo que los tribunales chilenos se habían negado a hacer desde el final de su régimen militar en 1990: poner a Pinochet bajo arresto por crímenes contra la humanidad.

El general Pinochet, cuyo nombre se convirtió en sinónimo de enormes violaciones de los derechos humanos durante sus diecisiete años de dictadura, pasó 504 días detenido en Londres. Sólo la agresiva intervención diplomática del gobierno civil chileno, presionado por los pinochetistas del ejército chileno, y una hábil campaña de propaganda llevada a cabo por sus abogados, impidieron que fuera extraditado a España para ser juzgado por delitos que iban desde la tortura al terrorismo. Tras dieciséis meses detenido, el gobierno Británico puso en libertad al general de ochenta y cuatro años por lo que denominó «razones humanitarias».

Cuando regresó a su país, sin embargo, fue despojado de su inmunidad judicial, acusado e interrogado. En un punto Pinochet se enfrentó incluso al ignominioso prospecto de que le tomaran las huellas digitales y le hicieran posar para la foto de ficha policial. En un principio, los tribunales chilenos dictaminaron que, debido a la demencia asociada a la edad, Pinochet no podía ser juzgado por los abusos cometidos bajo su reinado militar; en el momento de su muerte, sin embargo, Pinochet se enfrentaba a múltiples cargos criminales.

Pinochet eludió el castigo. Pero la saga del «caso Pinochet» sigue siendo un hito histórico en la búsqueda de rendición de cuentas por la atrocidad. Su detención supuso una reivindicación largamente esperada no sólo por las víctimas de Pinochet, sino por las víctimas de la represión en todo el mundo, así como un punto de inflexión en el uso del derecho internacional para perseguir a sus represores. Será recordado para siempre como un momento de transformación para el movimiento de derechos humanos y un hito tanto en Chile como en Estados Unidos.

Para la causa de los derechos humanos, el drama de la detención de Pinochet ha sentado un precedente para la globalización de la justicia. Ahora que el caso Pinochet ha potenciado el concepto de jurisdicción universal—la capacidad de cualquier Estado para hacer que los infractores graves rindan cuentas ante los códigos internacionales de justicia—, los tiranos ya no podrán abandonar su patria y sentirse a salvo del alcance del derecho internacional. En el caso de Chile, la detención de Pinochet puso fin a su capacidad de reprimir la memoria colectiva de su nación sobre los horrores de su gobierno y de impedir que sus víctimas pidieran responsabilidades legales por los crímenes cometidos durante su régimen. Aunque Pinochet eludió la justicia, no escapó al juicio. Además, varios de sus principales militares han sido procesados, detenidos y encarcelados desde su detención.

Mientras los chilenos continúan resucitando y reparando su sangriento y enterrado pasado, en Washington la detención de Pinochet también ha dado lugar a una exhumación masiva de archivos secretos del gobierno estadounidense. Los archivos desclasificados de Pinochet no sólo han renovado el interés internacional por la historia de su régimen, sino que han vuelto a centrar la atención pública en la propia responsabilidad de Estados Unidos en el desenlace de la democracia y el ascenso de la dictadura en Chile.

El «otro» 11/9

Durante casi tres décadas, el 11 de septiembre marcó un día de infamia para los chilenos, los latinoamericanos y la comunidad mundial: el día en que aviones de la fuerza aérea chilena atacaron el palacio de La Moneda en Santiago como preludio del vil golpe que llevó a Pinochet al poder. Es más probable que el «11/9» de 2001 se recuerde por el espeluznante ataque terrorista contra del World Trade Center [las Torres Gemelas] y el Pentágono. Con ese horror, Estados Unidos y Chile comparten ahora «esa fecha espantosa», como la ha descrito elocuentemente el escritor Ariel Dorfman, «otra vez un martes, otra vez un 11 de septiembre lleno de muerte.»

Pero las historias de Estados Unidos y Chile están unidas por mucho más que la coincidencia en el itinerario de Osama bin Laden. Washington ha desempeñado un papel fundamental en el traumático pasado de Chile. A partir de principios de la década de 1960, los responsables políticos estadounidenses iniciaron más de una década de esfuerzos para controlar la vida política de Chile, que culminaron en un enorme esfuerzo encubierto para «derrocar», como Richard Nixon y miembros de su gabinete comentaron con franqueza, al debidamente elegido gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende. A las pocas horas de conseguir ese objetivo, el 11 de septiembre de 1973, la Casa Blanca empezó a transmitir mensajes secretos dando la bienvenida al poder al general Pinochet y expresando su «deseo de cooperar con la Junta Militar y de ayudar de cualquier forma apropiada.»

Hasta septiembre de 1976, cuando Pinochet envió un equipo de asesinos para cometer un acto de terrorismo internacional en Washington, D.C., el Secretario de Estado Henry Kissinger mantuvo firmemente una postura de ávido apoyo al régimen de Pinochet. El asesinato de Orlando Letelier y Ronni Moffitt en las calles de la capital del país dominaría las relaciones entre Estados Unidos y Chile durante la década siguiente, hasta que la dictadura empezó a desmoronarse bajo la creciente presión popular en Chile, y Estados Unidos abandonó total y definitivamente a su otrora aliado anticomunista. La política estadounidense influyó en el cambio no sólo de la composición del gobierno de Chile en 1973, sino también del curso de su violento futuro durante los diecisiete años siguientes.

Si la política estadounidense ha tenido una gran influencia en los acontecimientos de Chile, esos acontecimientos han vuelto a influir en el discurso político de Estados Unidos y, de hecho, del mundo. El país que el poeta chileno Pablo Neruda describió como un «largo pétalo de mar, vino y nieve» ocupa un lugar especial en el corazón y la mente de la comunidad internacional. Desde principios de la década de 1960, Chile ha atraído la atención internacional por una serie de proyectos políticos utópicos y experimentos económicos y sociales. En 1964, Chile se convirtió en el «escaparate» de la Alianza para el Progreso, un esfuerzo de Estados Unidos por evitar los movimientos revolucionarios en América Latina mediante el apoyo a los partidos políticos demócrata-cristianos de centro y clase media.

Pero con la elección de Salvador Allende el 4 de septiembre de 1970, Chile se convirtió en la primera nación latinoamericana en elegir democráticamente a un presidente socialista. La Vía Chilena —camino pacífico hacia la reforma socialista— cautivó la imaginación de las fuerzas progresistas de todo el mundo, al tiempo que provocaba la consternación de los responsables políticos estadounidenses de mentalidad imperialista. Se oyó a Kissinger decir a su personal: «Nosotros establecemos los límites de la diversidad», cuando Estados Unidos inició una serie de operaciones encubiertas contra Allende, que «como mínimo asegurarán su fracaso», según una propuesta secreta de Kissinger a Nixon, «y como máximo podrían conducir a situaciones en las que su colapso o derrocamiento más tarde podrían ser más factibles».

El agudo contraste entre la naturaleza pacífica del programa de cambio de Allende y el violento golpe de estado que le causó la muerte y destruyó las instituciones democráticas de Chile, conmocionó al mundo. La tendencia dictatorial del régimen de Pinochet y su pésimo historial en materia de derechos humanos se convirtieron rápidamente en un problema político y humanitario universal. Las revelaciones sobre la implicación de la CIA en el derrocamiento de Allende y el descarado apoyo de Washington a la Junta elevaron aún más el perfil de Chile en todo el mundo, hasta el punto de que los responsables políticos estadounidenses ya no podían ignorar la condena. «Chile ha asumido la imagen de España en los años 40 como símbolo de la tiranía de derechas», informó un asesor a Kissinger en un documento informativo secreto. «Nos guste o no, estamos identificados con los orígenes del régimen y, por tanto, cargados con cierta responsabilidad por sus acciones». «Chile», señalaba la embajada estadounidense en un documento de estrategia de 1974 sellado como secreto,

se ha convertido en una especie de causa célebre tanto en el mundo occidental como en el comunista. Lo que ocurra en Chile es, por tanto, un asunto de especial importancia para Estados Unidos. Por distante y pequeño que sea, Chile ha sido considerado durante mucho tiempo como una zona de demostración para la experimentación económica y social. Ahora se encuentra, en cierto sentido, en la primera línea del conflicto ideológico mundial.

En Estados Unidos, Chile se unió a Vietnam en la primera línea del conflicto nacional sobre la corrupción de los valores estadounidenses en la elaboración y el ejercicio de la política exterior del país. A mediados de la década de 1970, los acontecimientos de Chile generaron un importante debate sobre los derechos humanos, la acción encubierta y el lugar que ambas ocupaban en la conducta de Estados Unidos en el extranjero. La indiferencia kissingeriana ante las atrocidades cometidas por Pinochet consternó a la opinión pública e impulsó al Congreso a aprobar una legislación que sentó precedente, restringiendo la ayuda exterior a su régimen y exigiendo criterios de derechos humanos para toda la ayuda económica y militar estadounidense. Al mismo tiempo, las revelaciones sobre la campaña encubierta de la CIA para bloquear la elección de Allende y desestabilizar su gobierno elegido democráticamente generaron una serie de escándalos de inteligencia que obligaron al país, por primera vez, según el difunto senador Frank Church, «a debatir y decidir los méritos del uso futuro de la acción encubierta como instrumento de la política exterior estadounidense».

En efecto, Chile se convirtió en el catalizador de la primera audiencia pública celebrada sobre acción encubierta. El Comité Selecto del Senado del senador Church para estudiar las operaciones del gobierno con respecto a las actividades de inteligencia —conocido como el Comité Church— llevó a cabo la primera gran investigación del Congreso sobre operaciones clandestinas y publicó los primeros estudios de casos, Acción Encubierta en Chile, 1963-1973 (Covert Action in Chile, 1963-1973), y Presuntos Planes de Asesinato de Dirigentes Extranjeros (Alleged Assassination Plots Involving Foreign Leaders), en los que se detallaban esas operaciones en el extranjero. Una vez revelada, la campaña encubierta del gobierno estadounidense en Chile llevó a la denuncia de otros excesos, escándalos y corrupciones en política exterior.

Las conclusiones del Comité Church, y la repulsión pública por la continua asociación de Washington con la brutalidad de Pinochet, impulsaron un movimiento generalizado para devolver la política exterior estadounidense a los preceptos morales de su sociedad. «Para mucha gente de este país, Chile no es más que el último ejemplo de que Estados Unidos no es fiel a sus valores», reconocía un memorando interno del Departamento de Estado en junio de 1975. El debate en torno a la mala conducta de Estados Unidos en Chile, como escribió Richard Harris en la revista The New Yorker en 1979, planteó la pregunta fundamental: «¿Cómo hemos llegado a ser una nación así?»

Esta cuestión sigue siendo relevante en el debate mundial sobre el ejercicio del poder estadounidense en el siglo XXI. De hecho, una revisión histórica de las relaciones entre Estados Unidos y Chile plantea muchas de las mismas cuestiones polémicas a las que se enfrentaron el pueblo estadounidense y la comunidad internacional cuando la administración Bush lanzó su guerra contra Irak: ataques preventivos, cambio de régimen, agresión unilateral, terrorismo internacional, asesinato político, soberanía y muerte de inocentes. Después de tantos años, Chile sigue siendo el último caso de estudio sobre la moralidad —la falta de ella— en la elaboración de la política exterior estadounidense. «Con respecto a (…) Chile en la década de 1970», como admitió el Secretario de Estado Colin Powell cuando se le preguntó cómo podía considerarse Estados Unidos moralmente superior a Irak cuando Washington había respaldado el derrocamiento de la democracia chilena, «no es una parte de la historia estadounidense de la que estemos orgullosos».

Continúa en la segunda parte.